Por: Yolanda Urbano
Diciembre llega casi siempre con risas, luces y celebraciones. Es el mes que muchos esperan con entusiasmo porque representa unión, familia, regalos, posadas, encuentros y nuevos propósitos. Apenas se acerca el final del año, comenzamos a pensar en la ropa que usaremos en las fiestas, en los menús familiares, en los abrazos de medianoche y en las metas cumplidas y por cumplir.
Sin embargo, mientras el ambiente se llena de alegría, existe otra cara de la temporada: la de quienes enfrentan diciembre con un peso en el pecho, porque su corazón está marcado por la ausencia de un ser amado.
Para quienes han perdido a un familiar, las fiestas dejan de ser un espacio de celebración y se convierten en un recordatorio silencioso y a veces desgarrador de aquello que ya no volverá.
Mientras unos escriben listas de deseos, otros sostienen recuerdos que duelen. Mientras unos cuentan regalos, otros cuentan los días que faltan para sobrepasar un mes que parece interminable.
El duelo, que muchas veces se mantiene estable durante el año, se intensifica en diciembre. La nostalgia se activa con pequeños detalles: la música navideña que antes alegraba ahora provoca lágrimas; los adornos que solían colocarse en familia se sienten pesados; la idea de una mesa completa contrasta con la realidad de una silla vacía.
Esa silla que nadie puede ocupar, aunque la familia intente llenar el espacio con alguien más. El corazón sabe que falta esa persona, y sabe también que nada reemplaza su presencia, su voz, sus abrazos o su risa.
Para quienes sufren una pérdida reciente, cada fecha especial se convierte en una prueba emocional: el primer mes sin esa persona, su cumpleaños, el aniversario de su partida. Pero hay algo diferente en diciembre. Es un mes que aprieta más fuerte, que abre heridas que parecían cerradas.
Especialmente el 31 de diciembre, cuando por unos instantes llega la alegría de despedir el año, pero justo al sonar las campanas, el alma se detiene. Ese segundo exacto del Año Nuevo trae consigo una mezcla de nostalgia y vacío, porque mamá, papá, un hermano, un hijo o un gran amor ya no están para abrazarlos, para decir “Feliz Año” o para compartir una mirada que decía más que mil palabras.
En estas fechas, la melancolía se sienta a la mesa sin ser invitada. El duelo se activa con la fuerza de un huracán. Y aunque muchos intenten esconderlo o fingir que están bien para no entristecer a los demás, lo cierto es que diciembre duele. Duele profundo. Duele distinto.
Por eso, para quienes aún tienen a sus familias completas, este mes debe ser una invitación a valorar más, a amar más, a abrazar más. Es un llamado a dejar de pelear por cosas pequeñas, a no dar por sentado a quienes están vivos, presentes y al alcance de un abrazo.
Porque cuando llega la ausencia, cuando el tiempo se termina, cuando la vida cambia en un segundo, ya no hay manera de retroceder ni de llenar ese vacío. Cuando un ser querido se va, el mundo se fragmenta en pedazos y el camino del duelo se vuelve largo, eterno y a veces oscuro.
Esta reflexión no busca entristecer la Navidad, sino recordar que detrás de cada luz parpadeante puede haber un corazón roto. Decirle a quien está en duelo que no está solo, que su dolor es válido, que su nostalgia es comprensible y que vivir estas fechas con tristeza no lo hace menos fuerte.
También es un recordatorio para quienes aún tienen la dicha de compartir con sus seres queridos: aprovechen el tiempo, valoren las pequeñas cosas, perdonen, abracen y amen sin reservas.
Porque diciembre puede ser el mes más esperado, pero también puede ser el más doloroso. Y en ambos casos, el amor el que se celebra y el que se extraña es lo que termina marcando la diferencia.
