
Por Wal Polanco
Ya han pasado dos meses y cuatro días. Para algunos, puede parecer un dato más. Para otros —como yo, como muchos— es una cuenta que no se borra. Porque esa fecha, grabada con rabia y dolor en la memoria colectiva, no se olvida. Ese día el país se detuvo. Ese día todos fuimos afectados. Y lo que en su momento parecía destinado a quedar en la impunidad, hoy toma otro rumbo: Antonio Espaillat está preso.
No es una noticia cualquiera. Es un hecho que marca un precedente. Es la confirmación de que el poder —por más grande que sea— no debe blindar a nadie ante las consecuencias de sus actos. El país lo pedía. Lo exigía. Lo gritaba en cada esquina, en cada red social, en cada sala de redacción: ¡Justicia!
Y aunque el proceso apenas comienza, su prisión representa una primera señal de que la justicia, por más lenta que parezca, puede alcanzar al que se creyó intocable.
No estamos celebrando una desgracia. Estamos respirando un poco de dignidad. Porque lo ocurrido hace dos meses y cuatro días —ese día oscuro que estremeció al país— no fue solo un hecho aislado. Fue un golpe directo a nuestra confianza, a la institucionalidad, a la idea misma de que la justicia existe para todos. Y esa herida, que parecía destinada al silencio, empieza hoy a encontrar su voz.
Que nadie se equivoque: esto no se trata de un nombre, se trata de un sistema. Se trata de la responsabilidad que todo ciudadano —sin importar su apellido, su empresa, su influencia o su fortuna— debe asumir cuando rompe las reglas, cuando hiere a una sociedad entera, cuando abusa del poder y del silencio.
La fecha será recordada mundialmente, no por el escándalo, sino por el precedente. Porque si algo debe dejar este capítulo, es la certeza de que nunca más lo que nos afecta a todos quedará sin respuesta. Que no habrá más fechas negras sin consecuencias claras. Y que la justicia no debe ser un lujo, sino una obligación.
Hoy, por fin, podemos decirlo: la justicia empieza a responderle al país.